Habitamos culturalmente el mundo.

Se afirma que “habitamos culturalmente el mundo”, que nos hemos dado mediante la cultura un modo de habitar el mundo, de hacerlo habitable humanamente.

La cultura se presenta entonces como esa capacidad individual y colectiva de producción material y simbólica, de representaciones, significados y valores sobre el conjunto de la realidad, que afecta tanto a nuestra conciencia y discernimiento como a nuestro comportamiento individual y colectivo y se constituye como respuesta para hacer habitable humanamente el mundo.

Esta respuesta se hace cada vez más apremiante ante la constatación de la actual crisis sistémica (política, económica, social, cultural, medioambiental) que evidencia el agotamiento de un modelo secular de entender, organizar y realizar la convivencia colectiva.

Cuando hoy decimos que la política, que el modelo político de convivencia colectiva está en crisis, no se trata solo de las prácticas políticas sino de la cultura, del modelo o instalación cultural que las soporta. De entrada, lo que se constata es que esa instalación cultural colectiva que nos configura individualmente no queda al margen de la crisis actual, sino que la atraviesa radicalmente.

Esta constatación sería el punto de arranque de un itinerario cultural que se propone repensar culturalmente la crisis pues es ahí donde se libra su fundamento y significado y el de las consecuencias sociales, económicas y políticas perversas que de ahí se derivan. Este itinerario cultural permitiría alumbrar otro rostro de la política, como un camino para una nueva resignificación de lo político.

Por tanto, se trata de un  proceso político que pasa por un proceso cultural; por repensar el modelo cultural del sistema, los supuestos culturales, intelectuales que sustentan las prácticas ético-políticas y el mundo de las necesidades que hacen referencia a la instalación cultural de la que venimos y que nos ha configurado, convertida ya en un supuesto incuestionado, natural e inconsciente; es decir, se trata de revisitar esa instalación mental-valorativa-afectiva en la que estamos asentados y habitamos. Sobre todo, de entender la lógica desde la cual este modelo, ahora en crisis, ha funcionado, se ha justificado, así como la vinculación vital que tenemos con el mismo; es decir desencubrir los presupuestos ideativos, teóricos y valores desde los que se justifica, los mecanismos de producción y socialización, y visibilizar el precio humano pagado, pero no reconocido, que ha comportado y sigue comportando su realización.

Una forma de nombrar ese modelo cultural es la denominada como la lógica del progreso material, social y moral sin fin, del bienestar ilimitado como ideal de conocimiento y de vida que define nuestro mundo de necesidades que en el actual contexto de globalización científico-tecnológico alcanza a toda la humanidad y a todo el ser humano.

Pero ¿a costa de qué ha sido posible este modelo cultural y su lógica de progreso? Señalemos algunos aspectos:

En primer lugar, del secuestro/delegación de la conciencia. Ya no se trata de que desde fuera se nos apoderen de la conciencia. En las democracias contemporáneas y en la época del acceso global a la información y la comunicación, el secuestro colectivo de la conciencia se hace con el consentimiento, delegación y complicidad de las conciencias individuales. Este secuestro y delegación de la conciencia aparece como irrelevante, natural y necesario. El precio a pagar es la integración universal homogeneizadora en la totalidad uniformadora del Estado.

En segundo lugar, de la producción de la exclusión-eliminación de vidas consideradas superfluas, inútiles (desde el marxismo se denominaba la explotación económica del trabajador, la dominación cultural-simbólica y la opresión política), es decir a costa del sufrimiento ajeno, de las desigualdades e injusticias de una gran parte de la población humana cuyas vidas se consideran insignificantes, no dignas de ser vividas, superfluas (que nos dirá Bauman, Butler, Frazer,..) y de la depredación de los recursos naturales, medioambientales.

Lo que en un momento se consideraba como consecuencias perversas, obligadas del sistema capitalista del bienestar se han convertido en condición necesaria para que exista esa sociedad de bienestar por la que hemos suspirado tanto y aún seguimos soñando.

En tercer lugar, y, sobre todo, a costa de eliminar o encubrir toda huella del precio pagado, del daño producido. Es decir, a costa de su memoria, de la reducción a la irrelevancia cultural y política de la historia de sufrimiento sobre la que se ha construido esa sociedad. La memoria de esa historia de exclusión y desentendimiento se convierte en referencia obligada para entender la vigencia de este modelo secular. (Metz, R. Mate).

Si se afirma que habitamos culturalmente el mundo, hemos de reconocer que este modo de habitar culturalmente el mundo se ha sostenido y se sigue sosteniendo en una cultura del olvido del precio pagado por ello, del desentendimiento de ese lado oscuro que le pertenece, es decir de la producción del sufrimiento inocente ajeno, del daño colectivo, que hemos venido a llamar «Mal común». Todo esto no ha merecido culturalmente ningún valor epistémico como posibilidad de conocimiento y de verdad, ningún valor ético como posibilidad de una práctica responsable, solidaria con una historia olvidada, ningún valor político como posibilidad de una nueva praxis política desde el reconocimiento público de lo excluido; aspectos estos que pondrían en cuestión los parámetros culturales con los que nos habitualmente nos manejamos.

Estos mecanismos internos a dicha lógica de olvido han operado con la complicidad (Honneth) de nuestra conciencia y nuestras prácticas o con nuestro desentendimiento como si el asunto no fuera con nosotros; no han afectado a nuestro modo de conocer y construir la convivencia social. Estos mecanismos y dinámicas son los que vertebran la cultura que nos configura.

Pasar por alto esta constatación histórica hoy, como si no hubiera ocurrido, en un contexto de globalización de la información y comunicación es engañarnos sin necesidad, sea reduciendo la crisis a una abstracción que pasa por encima de las vidas que se lleva por delante o convirtiéndola en una cuestión privada, intimista e individual, sin reconocerse en la realidad colectiva sobre la que se ha construido.

Tal vez si miramos la historia reciente de Europa, reflejo de la secular tradición occidental cuya crisis acusamos hoy en su radicalidad, podremos sacar algunas lecciones que iluminan lo expuesto.

El siglo XX irrumpe en la conciencia europea como crisis de las ciencias y del espíritu que habían jalonado el progreso ilustrado de los siglos precedentes pero que ahora se revelan inermes e incapaces ante los desastres de la Iª GM y IIª GM que culminan con la barbarie de Auschwitz: acontecimiento incomprensible, ante el cual se verán confrontadas y puestas a prueba todas las respuestas culturales que desde entonces se formulen.

Esta crisis supuso una interrupción de los postulados teóricos, filosóficos y políticos en vigor hasta ese momento ante la irrupción de un acontecimiento: una barbarie extrema desconocida, no prevista, impensable para el pensamiento dominante.

Esta crisis del espíritu es, en síntesis, la de la cultura de una época feliz que había consagrado la idealización de la razón, del Estado y de la religión del progreso material, social, moral, ininterrumpido, sin límites. Ante esta crisis los ideales nostálgicos modernos de la universalidad humana se ven desbordados, incapaces de entender que esa reserva espiritual había quedado amenazada en sus fundamentos incapacitándola para dar cuenta de la barbarie producida.

Esta crisis de Europa, que Husserl y Zweig, entre otros, nos han descrito como la crisis de ese espíritu configurado por los principios de la Modernidad occidental, alcanza los fundamentos que soportan la representación y justificación de esa misma sociedad, de su modo de estar en la vida que desborda y atraviesa las demás facetas de la misma.

Se podría caracterizar esta crisis occidental en algunos rasgos como los siguientes:

1. La “crisis de las ciencias y de la humanidad de Europa” (Husserl), es una crisis del “espíritu”, de los valores de la modernidad y del humanismo, del ideal, y esta crisis del “espíritu” es fundamentalmente una crisis cultural, de una tradición cultural que bebe en el Humanismo y la Ilustración que queda desarbolada ante la barbarie del siglo XX, y que se empeña inútilmente en refugiarse en ese mundo del espíritu, incapaz por otro lado de hacerse cargo de lo ocurrido. (Simone Weil).

2. La imposibilidad, la incapacidad de las ciencias, de la cultura existente, desde los presupuestos culturales en vigor, de dar cuenta de la crisis y barbarie sucedidas.

Lo ocurrido era incomprensible, impensable e imposible desde y para ese mundo del espíritu dominante en Europa. Por tanto, la barbarie no podía ser relevante cultural ni políticamente para ese mundo, carecía de capacidad de interpelación, de conmoción para esas conciencias y esa cultura en vigor, sí en cambio de confusión e inseguridad ante el estado de indefensión al que se veían reducidos. (así lo confirman posteriormente otros analistas sociales como Bauman, Sassen, Graebber,…)

3. Las respuestas dadas a esa crisis, como en Husserl y Zweig, se polarizan en volver, en recuperar aquel mundo del espíritu, el de los valores idealizados del humanismo y la modernidad occidentales que configuraron una época de esplendor espiritual, cultural, racional, como si fuese un reservorio espiritual incontaminado, a salvo de la barbarie, para de nuevo constatar el fracaso de tal empeño ante la catástrofe del Holocausto.

4. En esa crisis del espíritu, de la cultura occidental incapaz de respuesta ante la barbarie sucedida emerge en boca de los testigos de la catástrofe (P. Levi, J. Améry) la pregunta olvidada, pero ineludible, tan acuciante en aquellos momentos y tan lejana en el tiempo, la pregunta por el sufrimiento humano, por el sufrimiento inocente de las víctimas que revelan ese otro lado oscuro, impensable, incomprensible a la lógica racional occidental, de la realidad humana y que fija un nuevo punto de partida desde el cual acometer un nuevo itinerario cultural que se haga cargo de lo impensable sucedido.

Como dice el pensador J.B. Metz: “la pregunta no sería (la de la lógica griega que ha llegado hasta hoy) ¿quién habla? ´ sino (la pregunta de los campos) ¿quién sufre?; el lenguaje no pertenece ante todo a quienes discuten sino a quienes sufren”.

Entonces ¿de qué crisis de la cultura se trata a la luz de la crisis sistémica heredada y vigente? Veamos algunos elementos configuradores:

1. La centralidad de la cuestión cultural. Afirma el filósofo R. Mate: Es “en este nivel cultural donde debe librarse la gran batalla respecto a la crisis que nos inunda” y también el sociólogo D. Bell: “la debilidad de esta sociedad no radica en su economía o en su política, sino en su sistema cultural y concretamente en la pérdida de su idea y principios morales indispensables”.

Es decir, afecta a la instalación cultural, su estabilización y naturalización no neutral, en donde ejercemos nuestras libertades y derechos según dicho patrón. Y sobre todo la justificación de esta instalación cultural antes señalada.

Esta cultura-política está construida sobre la afirmación “de su gran potencial de homogeneización cultural y de exclusión política de los diferentes” (Barreto), sobre el que sostiene nuestros conceptos de ciudadanos, de identidad, de libertad, igualdad.

2. Afecta a toda la sociedad, a la gente, a la ciudadanía; no es asunto solo de los políticos debido al desprestigio de la clase política, la casta, que no supo ver venir la crisis ni después como atajarla, sino de todos pues todos estamos cortados por el mismo patrón cultural. Es la sociedad, la gente en donde tiene lugar la reproducción, el sostenimiento de esa lógica, ese imaginario, esa legitimación excluyente y no ya solo en el poder político formal.

El cemento cultural-político que les aúna a todos es el de una cultura política basada en la delegación periódica de la conciencia y libertad (como se da cuando las votaciones), en la dejación de responsabilidad en manos de los representantes y en la asunción del papel de beneficiarios o sufridores de las consecuencias inevitables y perversas de un sistema que hoy amenaza las condiciones mínimas de supervivencia de una gran parte de la sociedad. El esquema dualista poder instituido y masas que se revelan ya no sirve. Dice el filósofo A. Honneth: “Este esquema lo considero muy problemático, porque deja en la sombra las razones que impulsan a las masas a entrar en el juego, a participar, a sostener el sistema. No se puede salir de esta polaridad unilateral poder dominante/masas dominadas, más que teniendo en cuenta las interacciones (implicaciones) sociales, la comunicación al interior de la sociedad y no por una visión unilateral del pobre que se ejerce exclusivamente de arriba abajo (casta-gente)”.

Esta crisis marca el fin de la inocencia colectiva o del autoengaño colectivo que revela una evasión de responsabilidad que interpela a todos.

3. Es una cuestión de fundamentos. Afecta a su capacidad de justificación, de priorización de unas finalidades, valoraciones que rompen toda neutralidad axiológica o consensualismos universalizadores. Ya no es cuestión de malas prácticas derivadas de un sistema sospechoso que se resuelvan con buenas prácticas. Estamos en el ámbito de valoraciones, de prioridades valorativas, no en un terreno de estructuras, procedimientos, instrumentación presentadas como neutralidades técnicas y axiológicas o como categorías universales inmunes a las contradicciones del tiempo limitado, a la historia de la producción del mal.

Estas prioridades han venido fijadas en la tradición cultural occidental desde principios o axiomas teóricos intemporales y universales de los que se deducían unas prácticas consiguientes. Este paradigma teórico de verdad ya nos viene desde Platón hasta la Modernidad y hasta nuestros días postmodernos, tanto en su versión idealista hegeliana como materialista. Por eso no es una cuestión procedimental, instrumental, de mediaciones, de procesos constituyentes, de condiciones estructurales integradoras como nos habla la hermenéutica estructural sino una cuestión de preferencias, de relevancia política, que abra otro horizonte de realidad frente a lo excluido en la construcción de la sociedad.

4. Un nuevo itinerario político, otro modo de pensar y hacer políticos pasa, entonces, por un itinerario cultural que revisita lo realizado y la lógica que lo constituye, desmitificando su idealismo, teniendo en cuenta lo que ha quedado fuera, lo no realizado, lo no dicho, lo no cumplido, el precio pagado o a pagar considerado insignificante teórica y políticamente. O dicho de otra manera el itinerario social, político, cultural hacia el objetivo del Bien Común pasa por hacerse cargo del Mal Común producido que interpela a todos.

5. La relevancia de la pregunta por la barbarie, la pregunta por la memoria del sufrimiento para ese nuevo itinerario cultural.

El problema de nuestra cultura occidental ha sido y sigue siendo el de la eliminación de la pregunta por el sufrimiento y la injusticia producida al inocente. Nuestra cultura occidental está atravesada por esta cuestión silenciada, olvidada no solo políticamente sino por los saberes, por la cultura, por la sociedad. Es una cultura de olvido, de silenciamiento de preguntas no siempre visibles, ni escuchadas, a las que tantas veces se ha renunciado por un acomodo provechoso. De esto sabemos mucho nuestras sociedades de bienestar cuando nos ha ido bien y nos hemos olvidado de que en algún momento fuimos pobres o padecimos las desigualdades e injusticias del sistema.

Pero esta cuestión no desaparece; emerge de mil formas insospechadas mostrando ese momento irreconciliable de la realidad humana que necesita ser abordado, es decir, evidencia la quiebra de toda práctica y discurso pacificador, conciliatorio, de consenso que encubre esa cuestión que clama por hacerse presente. Cuando una cultura olvida esa pregunta, cuando pierde la memoria de esa pregunta se convierte en una cultura vana y esa sociedad deviene una sociedad desnortada incapaz de proteger la convivencia encomendada.

Horkheimer dice que cuando la cultura y la política prescinde de esa pregunta, “se convierten en negocio”. “Lo que en otro tiempo se denominaba cultura, por muchas razones (es) inseparable de la injusticia…todo ello pierde su sentido, y esa pérdida no puede ser reparada” Se podría decir que “sin memoria de la injusticia no hay justicia ni cultura posible”. Atender este déficit cultural-político anamnético se convierte hoy un imperativo cultural de supervivencia colectiva. Este imperativo cultural, ético y político es el que surgió de los campos de exterminio en boca de los testigos supervivientes: “nunca más”.

Ese es el horizonte histórico cultural que nos abre esa memoria que tiene en cuenta las historias olvidadas del sufrimiento producido, como precio del ideal de progreso y bienestar, y que se ofrece hoy como un nuevo umbral imprescindible e ineludible para otro modo de pensar y de actuar, de conciencia y de praxis (ética-política), de construcción de convivencia y de democracia que ya no podemos eludir. Un nuevo umbral a partir del cual repensar lo conquistado de humanidad, convivencia y de democracia en la historia.

En este ámbito de cuestiones se sitúa la tradición de un pensar anamnético (Rosenzweig, Benjamín, Adorno, Metz. R. Mate). Un pensar que se hace cargo de lo que ha quedado fuera de la historia de los vencedores, de la cara oscura de la historia, como afirmaba W. Benjamín. En este nuevo itinerario cultural la categoría de memoria se ofrece como referente ineludible como categoría que nos hace presente el acontecimiento sucedido (Auschwitz) que puso a prueba la capacidad racional y política de la cultura occidental, “un acontecimiento que nuestra razón occidental le corresponde aclarar”, y también como posibilidad hermenéutica y política de hacerse cargo de lo que ha sido lo excluido de la lógica moderna. El sufrimiento inocente producido se constituye en autoridad epistémica-práctica, en condición de posibilidad de modo de conocimiento, de verdad que plantean Adorno y Benjamín.

Por eso la memoria de ese pasado de padecimientos se constituye como nueva forma de racionalidad, de repensar a la luz de la barbarie impensada sucedida, que culminó en Auschwitz donde la racionalidad moderna occidental quebró, incapaz de respuesta.

En palabras de Reyes Mate: “Lo que se quiere decir es que sólo capta el significado del sufrimiento una razón anamnética. ¿Por qué? Porque el sufrimiento es la parte oscura de la historia; aquello olvidado sobre lo que se levanta lo manifiesto en la historia, que es la parte del vencedor. El olvido de esa parte oculta u ocultada se expresa de dos maneras: en primer lugar, declarando insignificante lo que no aparece. En este caso el olvido toma forma de juicio epistémico sobre lo ausente. En segundo lugar, declarando lo manifiesto como única realidad y, por tanto, relegando a la inexistencia lo que no aparece. En este caso el olvido revestiría la forma de un juicio epistémico sobre el presente. Lo que ha ocurrido es que el espíritu de la Ilustración se ha eclipsado, que esa relación ha desaparecido y eso ha afectado a todas las ciencias y, también, a la sociedad, al proyecto de libertad de la sociedad y al individuo, al proyecto de libertad del sujeto”.

Una razón que tenga en cuenta esa realidad ocultada se fundamenta en la memoria del sufrimiento socialmente producido. No se trata de una memoria sentimental, ética o histórica, cultural, que se limita a recordar, conmemorar, monumentalizar el pasado sino de una memoria como hermenéutica que reinterpreta el presente teniendo en cuenta ese pasado de padecimientos, que se pregunta por el sentido cultural y político que ese pasado tiene para el presente. “Lo que hace la memoria es interpretar de otra manera lo que siempre ha estado ahí y ha sido insignificante, no ha tenido significación» (R. Mate)

Este mismo autor nos dice comentando a W. Benjamín que para éste la memoria “no solo es un conocimiento sino la condición de todo conocimiento”. La memoria ha pasado de ser una categoría a posteriori a una categoría como a priori del conocimiento. Así comenta R. Mate: “Este cambio teórico donde se hace realidad es en Auschwitz. En ese cambio se substancia el famoso deber de memoria: repensar todo a la luz de la barbarie sucedida. El deber de memoria se inscribe en nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los límites del conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el sufrimiento”. “La memoria ya no es una categoría optativa, es un deber. Y ´deber de memoria´ significa, no tanto acordarse de las víctimas cuanto cambiar la forma de hacer historia para que la historia no se repita”. Este nuevo imperativo Adorno lo formula cuando afirma: “la necesidad de dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad«.

Con ello se abre otra perspectiva, la de un modo de pensar olvidado y relegado en la historia del pensamiento occidental y que está por construir. Nuestra cultura occidental, en la que estamos instalados, es una cultura sin esa memoria, donde se ha fraguado una razón que ha privilegiado la construcción del futuro pero a costa de una cultura de olvido, el de la irrelevancia de esa parte de la realidad considerada prescindible, el de esas historias de los excluidos, de los perdedores de la historia que aún esperan ser reconocidos sin cuya memoria de injusticia no es posible entender el significado del coste social y cultural que sin tregua sigue pagando la humanidad por existir.

Plantear un proceso cultural de humanización solo es viable si se asume el proceso de deshumanización que se ha producido.

Esteban Mate.

15.07.19