(Este ámbito tiene también un carácter transversal al señalarse en él cuestiones y elementos que conciernen al resto de las áreas)

Se afirma que habitamos culturalmente el mundo, que nos hemos dado un modo de habitar el mundo, de hacerlo habitable humanamente.

Este ámbito que abordamos presenta la cultura como esa capacidad colectiva de producción material y producción de representaciones, significados y valores sobre el conjunto de la realidad, que afecta tanto a nuestra conciencia y discernimiento como a nuestro comportamiento individual y colectivo con la intención de hacer habitable humanamente el mundo.

Cuando hoy decimos que la política, el modelo político, está en crisis, no se trata solo de las prácticas políticas sino de la cultura que las soporta. Es el momento de volver a revisar, repensar la cultura, el modelo cultural que la sostiene, del que venimos y nos da sentido, convertido ya en un supuesto incuestionado, natural e inconsciente; es decir, se trata de revisitar esa instalación mental-valorativa-afectiva en la que estamos asentados y habitamos.

De entrada lo que se constata es que esta instalación cultural colectiva no queda al margen de la crisis actual sino que la atraviesa radicalmente. Esta constatación es el punto de arranque de un itinerario cultural que se propone repensar culturalmente la crisis pues es ahí donde se libra su fundamento y significado y el de las consecuencias sociales, económicas y políticas perversas que de ahí se derivan. Este itinerario cultural permitiría alumbrar otro rostro de la política.

Esto supone abordar no solo las prácticas culturales discriminatorias sino cuestionar el modelo al que responden y reproducen. Se trata sobre todo de entender la lógica desde la cual este modelo, ahora en crisis, ha funcionado, se ha justificado así como la vinculación vital que tenemos con el mismo; es decir desencubrir los presupuestos ideativos, teóricos, y valores desde los que se justifica, los mecanismo de producción y socialización y visibilizar el precio humano pagado, pero no reconocido, que ha comportado y sigue comportando su realización.

Una forma de nombrar esa lógica es la denominada como la lógica del progreso material sin fin, del bienestar ilimitado como ideal que define nuestro mundo de necesidades que en el actual contexto de globalización científico-tecnológico alcanza a toda la humanidad y a todo el ser humano.

Este modelo y su lógica de progreso han sido posibles a costa sobre todo de tres factores:

En primer lugar, del secuestro/delegación de la conciencia. Ya no se trata de que desde fuera se nos apoderen de la conciencia. En las democracias contemporáneas y en la época del acceso global a la información y la comunicación, el secuestro colectivo de la conciencia se hace con el consentimiento, delegación y complicidad de las conciencias individuales. Este secuestro de la conciencia es el que considera como irrelevante, natural y necesario el precio pagado

En segundo lugar, de la producción de la exclusión-eliminación de vidas consideradas superfluas, es decir a costa del sufrimiento ajeno, de las desigualdades e injusticias de una gran parte de la población humana cuyas vidas se consideran insignificantes, no dignas de ser vividas.

En tercer lugar a costa de eliminar o disimular toda huella de los factores nombrados y de considerar irrelevante toda razón que recuerde el precio pagado.

Si se afirma que habitamos culturalmente el mundo, hemos de reconocer que este modo de habitar culturalmente el mundo se ha sostenido y se sigue sosteniendo en una cultura del olvido, del desentendimiento, de ocultación de su propia obra, de ese lado oscuro que le pertenece, es decir el la producción del sufrimiento ajeno, del daño colectivo, que hemos venido a llamar Mal común. Todo esto no ha merecido culturalmente ningún valor ni significado racional como posibilidad de conocimiento y de verdad, ningún valor ético como posibilidad de una práctica responsable, solidaria con una historia olvidada, ningún valor político como posibilidad de una nueva praxis política desde el reconocimiento público de lo excluido; aspectos estos que pondrían en cuestión los parámetros culturales con los que habitualmente nos manejamos.

Estos mecanismos internos a dicha lógica han operado con la complicidad de nuestra conciencia o con nuestro desentendimiento como si el asunto no fuera con nosotros; no han afectado a nuestro modo de conocer y construir la convivencia social. Estos mecanismos y dinámicas son los que vertebran la cultura que nos configura.

Pasar por alto esta constatación histórica hoy como si no hubiera ocurrido, en un contexto de globalización de la información y comunicación, es engañarnos sin necesidad, sea reduciendo la crisis a una abstracción que pasa por encima de las vidas que se lleva por delante o convirtiéndola en una cuestión privada, intimista e individual, sin reconocerse en la realidad colectiva sobre la que se ha construido.

Ese es el horizonte histórico cultural que nos abre esa memoria colectiva que tiene en cuenta las historias olvidadas del sufrimiento producido, como precio del ideal de progreso y bienestar, y que se ofrece hoy como un nuevo umbral imprescindible e ineludible para otro modo de pensar y de actuar, de conciencia y de praxis (ética-política), de construcción de convivencia y de democracia que ya no podemos eludir. Un nuevo umbral a partir del cual repensar lo conquistado de humanidad, convivencia y de democracia en la historia.

Este horizonte ilumina el itinerario cultural propuesto que pretende mediar, crear condiciones que posibiliten una cultura del Bien común en libertad según lo expuesto. No se trata de montar una nueva teoría del Bien común, o de la convivencia social que corrija errores pasados sino de una perspectiva distinta: la que intenta hacerse cargo de la experiencia histórica de secuestro/delegación de la conciencia y de exclusión, de injusticias, de daño social sobre los que se ha construido nuestra sociedad. Esto afecta no solo a nuestra mirada respecto a ese pasado de vidas incumplidas que nos reclama una respuesta sino a su vigencia, a su actualidad en tanto sigue siendo un presupuesto y precio a pagar en el modelo de desarrollo y bienestar en curso. Situación que no obedece a ningún determinismo natural o designio divino sino a la conciencia y voluntad humana, por tanto a la capacidad humana de producir libremente el Bien y el Mal común ya comprobada en nuestra historia.

Este marco cultural acogería e impulsaría la creación de Lugares comunes, de espacios, asociaciones, formas diversas de organización cuyo objetivo social, como compromiso mínimo, sea la búsqueda, cultivo y vigilancia del Bien común o al menos no atentar contra él. Asimismo posibilitar distintas opciones y modelos de conocimiento, de análisis y de intervención en la realidad que permitan a cada uno elegir libremente la más adecuada a sus posibilidades. Lo cual requerirá también que sea sancionado legislativa y políticamente como modo acordado de convivencia social en libertad.

Este itinerario cultural es también lugar de construcción de subjetividad-cuerpo-vida, de una nueva índole de sujeto identidad que no esté amparada en los parámetros de la lógica señalada del progreso material indefinido sino que los interrumpe marcando un vuelco en la orientación de nuestro mundo de necesidades.

En ese contexto la dimensión espiritual, en sus diversas manifestaciones religiosas o seculares, tiene su lugar como potencial significativo, crítico y revulsivo respecto a toda forma de instalación dogmática y de desentendimiento deshumanizador vigente, y como posibilidad de otra mirada que traspase toda realización en el tiempo.

Llegados a este momento de reflexión de este itinerario que inicia su recorrido en el revisitar la cultura desde lo olvidado y dañado, para de este modo procurar un horizonte de memoria colectiva donde sea posible asumir la capacidad humana de producir libremente el bien y el mal común, concretamos algunos aspectos de esta cultura que dan respuesta a los momentos actuales.

En la observación de la democracia que ejercemos, descubrimos la poca representación que de ella surge hacia la sociedad. Dar el poder, por votación de una falsa mayoría (quitando importancia a la baja población que ejerce el voto) a lo que pretendemos sean representantes de la población, sólo alimenta el olvido y la discriminación de la real mayoría de la población formada por tanta diversidad de minorías, haciéndose, los que ejercen el poder, cada vez más fuertes y más lejanos. Acontece nombrar el cuestionamiento que debiera ser llevado a cabo por cada una de las personas que ejercemos la llamada democracia. Culturalmente aceptamos como natural este funcionamiento en el que por mayoría debiera ser sustentado el voto que tan pocos ejercemos. El nacer de esta incredulidad hacia lo político se cultiva, de este modo, desde lo cultural, para llegar a unos niveles de participación tan y tan bajos, para aceptar a su vez, grupos políticos que ni ejercen política alguna como son las llamadas “listas fantasmas”, la aceptación de lo estético como prioridad en las campañas electorales, sintiendo que la participación política como ciudadano se ciñe al ejercicio de derecho que representa un papel en la urna cada cuatro años.

Ésta política ha llevado a lo cultural a segundo término y se ha esforzado en desacreditarla de su propia definición para relegarla a pequeños actos como la elección de ciertos gustos artísticos o de distracción. Sería interesante descubrir la definición que la sociedad en general haría sobre cultura. De este modo el pueblo deja de tener voz y esa voz que tenía, que es la cultura, ya no forma parte del ciclo entre los representantes-gestores y lo que la cultura muestra de lo que los pueblos somos. Ese ciclo se rompe y se delega a un lugar perdido e insignificante, para ser substituido por una nueva cultura inventada por aquellos que han llevado a cabo la rotura. Por lo que dejamos en sus manos los valores culturales que ahora nos pertenecen y aceptamos el sacrificio de los valores que como seres humanos podrían pertenecernos para la conquista del Bien Común. Desde este lugar podemos partir para la conquista de la cultura propia.

La separación entre lo cultural y lo político marcada por el lento y eficiente proceso de desacreditación hacia lo cultural, ha llegado a su máximo exponente con la globalización, llevándonos a la inevitable difuminación de lo íntimo y destapándose estos modos grotescos de denigrar y desvalorar al Ser Humano. A su vez, la misma política aparece secuestrada por lo que más allá genera grandes beneficios que no revierten a la mayoría que representamos y que llamamos mercados. Este secuestro de la política es seguido del secuestro del pueblo entero, incuestionado hasta hace poco, éste ejercicio del poder que ha conseguido adormecer la voz humana y desacreditar los valores que los “derechos humanos” pareciera habían conquistado, para empoderar de valores materiales algunas preciadas vidas privadas que representan cada vez menos seres humanos del “primer mundo”.

La desvinculación de la cultura por parte de la política, éste cambio de dirección en el poder, conlleva que la observación, la escucha y el valor se dirijan a lo político existente (a sus valores) y no a las esencias vitales de aspectos culturales sabios de reconocimiento de la memoria, de creación de nuevas y diferentes formas, de vivir desde las esencias personales y singulares.

Estas otras formas de ver, creer, vivir que no tienen voz por no ser escuchadas ni representadas en la política, quedan instaladas y encerradas en lo particular.

Las miradas deberían dirigirse a estos particulares, a crear redes que conviertan estos particulares en la diversidad que rompa la homogeneidad y construya lo colectivo. Que vuelva la cultura a ser la base desde donde construir la política, retomando la consciencia como propia aunque la delegación de ésta nos llegara por herencia.

Si deseamos la comprensión del momento y lugar que ocupamos como humanidad, las miradas de análisis deben ser multidireccionales a la vez que incorporar lo más creativo que nos constituye.

Preguntarnos cuáles han sido las vulnerabilidades humanas para aceptar esta concepción sin valor de lo más esencial que nos pertenece y a la vez nos une como humanidad y cual sería entonces nuestra responsabilidad en la desensibilización y fragmentación como especie que nos ha llevado a lugares tan lejanos del valor de la vida. Cuáles son los estamentos a los que hemos delegado el poder a la vez que cuáles los mecanismos por los que las comunidades lo hemos aceptado como válido.

Como consecuencia de las respuestas quizás comprendamos la necesidad existente de estancarnos en lo individual, cortando y rompiendo el circuito de retorno a lo comunitario, quedando de éste modo el crecimiento, el avance y los descubrimientos, en lugares personales que no revierten más allá de nuestras casas, familias o empresas. Regalamos los avances de la humanidad a los intereses particulares para el poder individual y relativizamos, dejando morir, lo particular e imposibilitando el crecimiento de la riqueza para la comunidad.

Llegar a creernos dueños de lo que la vida nos inspira y nos aporta sin aportarlo a la sociedad común, nos estanca en lo privado y en lo material. Si repensamos el beneficio compartido desde la responsabilidad de que cada aportación que hacemos es respuesta de lo que la comunidad nos aporta en primera instancia, podría naturalizarse el devolver el descubrimiento a lo comunal como forma de crecimiento.

Para poder repensar la crisis desde este prisma, como consecuencia del lugar que ocupa y ha ocupado lo cultural, sería importante plantear cuales han sido los puntos de inflexión en los que el pueblo ha perdido la capacidad de creación, participación y acción de las bases culturales de la sociedad. A la vez, dirigir el análisis al cómo se ha producido ésta pérdida, quiénes la han promovido y qué se nos ha dado a cambio de lo cultural, ofrece una mirada más allá del retorno que representa la memoria. Una visión de las necesidades de cada uno de los momentos, que junto a la comprensión del lugar de transformación del ahora, pueden constituir un punto de partida donde construir una senda para salir de lo individual, materialista y de decadencia del bienestar, en las que los circuitos entre los productos y representaciones culturales y los beneficios, tengan una dirección a lo comunal, sin intermediarios que construyan lugares de poder que rompan la expresión de la sociedad.

Este entramado que genera esta respuesta llamada crisis y que se inicia desde la pérdida o delegación de la potestad de la consciencia que como individuos no ejercemos, va desarrollando su propia evolución. Esta evolución, naciente de la historia de la humanidad, va creando sus victorias y barbaries para situarnos en el momento actual en el que mientras que las fuerzas de lo hasta ahora existente y naciente de la transición silenciosa abogan por una dirección hacia la desestructuración de los valores humanos, las fuerzas nacientes del pueblo se empoderan y dejan oír su voz y se incorporan a lo político, rompiendo fragmentos de la cultura del miedo y del poder de unos pocos. Es desde este nuevo lugar que será permitido poner en duda lo existente de lo cultural que nos ha anulado la capacidad crítica a cambio de bienestar y seguridad. Desde este nuevo lugar surge la responsabilidad para el cambio, la vuelta a lo común que rompa el circuito entre lo material y el beneficio privado, dejando lugar a los sujetos y grupos como participantes y creadores de la cultura, este nuevo marco de libertad vinculada a la conciencia y la voluntad humana.